sábado, 29 de octubre de 2011

maculinidad y diversidad sexual

Este artículo analiza los aportes de los estudios de género, de las masculinidades y sobre diversidad sexual y cuestiona el modelo patriarcal hegemónico que reproduce las relaciones de poder basadas en un sistema de opresión-sumisión. Analiza cómo el patriarcado cruza tanto la construcción de las identidades masculinas, femeninas, heterosexuales y homosexuales, como las formas de relacionarse entre ellas; además, permite identificar los frenos culturales para la creación de sociedades sin discriminación, misoginia o homofobia. Género y masculinidad L os estudios sobre masculinidad han puesto sobre la mesa de discusión dos aspectos relevantes: el asunto del poder y el de las formas de construcción de la masculinidad que les permiten a los hombres ejercer ese poder. Es bien sabido el hecho de que la perspectiva de género se ha incorporado en el discurso “políticamente correcto” de hombres y mujeres, líderes políticos, empresarios, gobernantes, etcétera; también sabemos que este discurso no lleva aparejado una práctica que muestre la disposición de los hombres a renunciar a sus privilegios, o a un mejoramiento en la condición de las mujeres, particularmente de aquellas que se encuentran en situaciones de mayor desventaja. No es difícil escuchar comentarios acerca de que los roles e identidades tradicionales de género han quedado en el pasado, que ahora la mujer sumisa y el hombre macho son parte de la historia. Es cierto que actualmente los hombres comienzan a asumir que no son y no pueden ser los responsables absolutos de la protección y manutención de la familia, que están más dispuestos a explorar y mostrar su sensibilidad, afectividad y emotividad; sin embargo, también las estadísticas muestran un incremento en los índices de violencia: la ejercida hacia las mujeres, el abuso sexual y físico contra menores, la pornografía dura, la pornografía infantil, la prostitución, los asesinatos a mujeres y homosexuales por condiciones de género, son ejemplos de que las cosas no están tan bien como se cree. La violencia de los hombres es un síntoma de las fallas del sistema patriarcal, un sistema que no está respondiendo en garantizar la posición superior de los hombres respecto de las mujeres, como lo señala María Jesús Izquierdo (1998). Robert Connell (2003) señala que para entender la masculinidad necesitamos centrarnos en los procesos y relaciones a través de las cuales los hombres y las mujeres viven vidas ligadas al género. En este sentido, la masculinidad es un lugar en las relaciones de género, en las prácticas a través de las cuales los hombres y las mujeres ocupan ese espacio y los efectos de dichas prácticas en la experiencia corporal, la personalidad y la cultura. Es decir, estamos hablando de posiciones que establecen un orden en la vida social, basado en el sexo de las personas, pero que no se limita a los cuerpos; estamos hablando de procesos históricos y culturales que involucran al cuerpo y no de una serie fija de determinantes biológicos. El género es una práctica social que se refiere constantemente a los cuerpos y a lo que éstos hacen, pero no es una práctica social que se reduzca únicamente al cuerpo. En este sentido, entiendo que la masculinidad da cuenta del sistema patriarcal, del poder que se ejerce de manera sistemática y estructural por el colectivo denominado “hombres”, por lo tanto marca también distinción entre el lugar de patriarca, este lugar social y estructural, y los hombres concretos de carne y hueso, que en condiciones específicas pueden usar o no ese traje de patriarcas. Por ello, cuando hablamos de masculinidad se puede hablar del poder de los hombres sobre las mujeres, del poder en las relaciones interpersonales, pero también del poder en las estructuras y organizaciones sociales, así como en las mujeres. Analizar la dominación masculina requiere ver las formas en que está corporeizado el poder masculino en las estructuras, las dinámicas sociales y las condiciones en que los hombres concretos pueden ejercerlo, así como las formas en que las mujeres llegan a constituir un contrapoder a estas prácticas de dominación, o en otros casos ubicarse en el lugar del patriarca. Con ello no quiero decir que las mujeres no vivan una condición particular de subordinación al poder ejercido mayoritariamente por los hombres, sino que, al generalizar, se invisibilizan ejercicios concretos de poder de hombres y mujeres que dependen de sus condiciones sociales de clase, raza, orientación sexual, etcétera. Si la masculinidad y los hombres no son la misma cosa, es importante cuestionar la idea de que el varón es el poseedor absoluto, el que concentra el poder global de la herencia del patriarcado, lo que excluye a las mujeres. Mujeres y hombres no estamos en una situación de subordinación o dominación absoluta, sino de resistencias, y quizá en el mejor de los casos de situaciones que permiten la negociación. Para Guillermo Núñez (2003) hablar de masculinidades es referirse fundamentalmente al asunto de dominios simbólicos; lo masculino y lo femenino como dominios simbólicos, convenciones de sentido y políticas de sentido, luchas sociales a nivel de la significación y una herencia cultural. Núñez retoma a Bourdieu para señalar que estas políticas de sentido alrededor de lo masculino y lo femenino no son ajenas a la construcción de poderes simbólicos, de privilegios, de prestigios. Es decir, tales representaciones, significados, herencias sociales no son ajenas a las estructuras de poder, hay tecnologías de poder que construyen sujetos con determinadas características a partir de estos dominios simbólicos. Sabemos que no es suficiente abordar la masculinidad exclusivamente desde el poder. Víctor Seidler (2003) afirma que una visión de la masculinidad exclusivamente como poder oscurece la posibilidad de comprender la experiencia de los hombres y en la medida en que no se comprende la experiencia de los hombres tampoco es posible producir transformaciones en sus relaciones cotidianas; que se debe trabajar tanto en lo personal terapéutico como en lo político público. Sin embargo, no se trata de imponer una visión universal del poder, pero sí se trata de abordar la masculinidad desde una perspectiva crítica y con el claro propósito de generar cambios en la situación de las mujeres y, finalmente, también en la de los hombres. Si el género permite la conformación de sujetos sexuados mediante normas, símbolos, uso de espacios sociales, organización productiva y de la división sexual del trabajo, entonces se requiere identificar las distintas mediaciones o los recursos que posibilitan un mayor ejercicio de poder de los hombres sobre las mujeres, y entre los mismos hombres: los recursos como la autonomía, el acceso a los recursos económicos, el uso de espacios públicos, el empleo y distribución del tiempo, la construcción y uso del cuerpo, la sexualidad, entre otros aspectos. Sabemos que hay múltiples formas en que los hombres viven su masculinidad, que hay diversas concepciones y formas de ser hombre, por ello se habla de masculinidades en plural, precisamente en la medida en que hay diferentes nociones sobre lo que significa ser masculino; pero el problema no radica en reconocer esta diversidad, el asunto está en el peso que tienen en la valoración o descalificación de unas sobre otras. Lo importante es rescatar cómo, de todas esas diversas formas de ser hombre, se comparte algo en común: lo que es común es el poder; los hombres no comparten de manera universal la situación de desigualdad que sí comparten las mujeres en el mundo: esa jerarquía implícita entre lo masculino y lo femenino. No importa si te gusta el helado de vainilla o de fresa, o si eres vegetariano o prefieres carne roja, por qué debería importar si eres masculino o femenino; inexcusable es que se discrimine, abuse o violente por ser mujer o ser un hombre femenino y la gran disparidad entre quienes están del lado de lo dominante y quienes no. Para dar cuenta de la diversidad de posibilidades de vivir la masculinidad y del ejercicio de poder que esta condición provee es necesario pensar: el poder teniendo en cuenta la relación entre poder, vida emocional y cuerpo; las distintas esferas donde se ejerce el poder; y el ejercicio de poder por hombres y por mujeres. Es dentro de espacios y contextos específicos que se da una compleja y densa gama de relaciones de poder; en un determinado tipo de espacio podemos estar ejerciendo un cierto rol y ciertas cuotas de poder. La expresión e impacto del poder es diferencial, es contextualizado, es específico, y desde esa dimensión es que tendríamos que abordarlo. La articulación entre el género con otros ejes importantes, como la raza, la etnia, la clase social o la orientación sexual, matiza y da forma a diversas maneras de expresión del poder en los hombres en contextos socioculturales, históricos y personales específicos, por lo que es importante identificar y reconocer esa diversidad. Por lo tanto, a mi entender, es fundamental considerar: el asunto del poder en los estudios sobre masculinidad; que la masculinidad y los hombres no es lo mismo; que la lucha del feminismo es en contra del patriarcado; que el poder no es exclusivo de los hombres, sino que también hay mujeres que adoptan el lugar del patriarca; y que hombres y mujeres participamos en la reproducción de la lógica de la llamada “dominación masculina”. Masculinidad y diversidad sexual El asunto del poder y la masculinidad son aspectos fuertemente implicados en el campo de la sexualidad. El ejercicio de la sexualidad está determinado por parámetros dictados desde el patriarcado dado el modelo de masculinidad dominante; en virtud de ello, la homosexualidad ocupa un lugar marginado por las concepciones que imperan desde el poder. Las formas de experimentar la sexualidad se encuentran estrechamente relacionadas con la formación de la identidad y las formas que determinan la familia, la iglesia y la escuela, entre otras instituciones. Sin embargo, no es sino en las últimas décadas cuando el tema de la diversidad sexual ha sido retomado por diversos estudiosos de la academia y se ha iniciado un mayor diálogo y comprensión de realidades antes invisibilizadas. La diversidad sexual, para Jeffrey Weeks (1993), incluye las variadas formas de la experiencia erótica y los diversos grupos politizados de las minorías sexuales. Pero la diversidad sexual, conceptualmente, tiene como antecedente los estudios lésbico-gays. El diálogo entre la sexualidad y el género han enriquecido enormemente la comprensión de ambos campos. Para los teóricos queer (Abelove, Barale, Halperin, 1993) los estudios lésbico/gays hacen al sexo y a la sexualidad aproximadamente lo que los estudios de las mujeres hacen al género. La sexualidad y género están fuertemente entrelazados, las conexiones entre estos dos campos suministran un tópico de discusión iluminador tanto en los estudios de las mujeres como en los estudios lésbico/gays; entre ambos se ha establecido un fructífero diálogo que ha incrementado nuestra comprensión sobre la compleja realidad humana. Los estudios lésbico/gays se centran en las categorías analíticas del sexo y la sexualidad para: la comprensión de la construcción de sujetos; la interrelación entre los mismos; de éstos y los grupos sociales. Por su ubicación en un orden social que se basa en la sexualidad de las personas, los estudios de la diversidad se enfocan al intenso escrutinio de la producción cultural, la diseminación de los significados sexuales, el desciframiento de los significados culturales inscritos en los discursos y prácticas del sexo. Y con ello, pretenden también promover y apoyar los intereses y lucha política de lesbianas, bisexuales y gays. Como los estudios de mujeres, los estudios lésbico/gays surgen como una respuesta al orden social patriarcal. Están influenciados o sustentados en la lucha social por la liberación sexual, la libertad personal, la dignidad, la igualdad y los derechos humanos de las personas no heterosexuales; también están sustentados en la resistencia a la homofobia y al heterosexismo. El heterosexismo o la hegemonía de la institución heterosexual constituye una situación política en la que la heterosexualidad es presentada y percibida como natural, moral, práctica y superior a cualquier otra opción no heterosexual. Esta institución produce comportamientos específicos que se traducen en una forma de ejercer la sexualidad, muchas veces influida por el miedo y la culpa, lo que se traduce en una situación permanente de violencia. La investigación sobre las formas de ejercicio de la sexualidad que no son la práctica heterosexual estricta, y las relaciones que estas prácticas mantienen con lo referente a la sociedad y al Estado, pueden llegar a ser un punto clave para la discusión de la sexualidad masculina, la visión crítica de una imposición de la heterosexualidad, y la violencia que genera el mantener una sola opción valida para el ejercicio de la sexualidad. Son diversas las aportaciones de los estudios de la diversidad sexual a la discusión y enriquecimiento de los estudios de género; en este ensayo referiré solamente algunas de estas aportaciones por ser las que con mayor frecuencia he identificado, lo que no significa que sean las únicas. La visibilidad y reconocimiento de las prácticas sexuales diversas han tenido un fuerte impacto cultural en los últimos tiempos, asimismo, las importantes contribuciones y enriquecedor diálogo entre los estudios de la diversidad sexual y el género han permitido el surgimiento y levantado cuestionamientos fundamentales en estos campos. Uno de los principales cuestionamientos es entorno a la construcción del deseo. La diversidad sexual puso en la discusión el tema del deseo; es en este punto donde se muestra con claridad la naturalización de la heterosexualidad. La invisibilidad, ocultamiento y represión de “ese amor que no se atreve a decir su nombre”, como lo describió Oscar Wilde, implica una confrontación entre el secreto y la revelación, entre el confinamiento de ese deseo al ámbito privado, al silencio, o a llamarle por su nombre, a asumirlo públicamente, a revelarlo a la familia, a los amigos, en el trabajo. Sin duda alguna, representa situaciones que son problemáticas para las estructuras sexuales, económicas y de género de la cultura heterosexista, pero también representa un arma de dos filos, por una parte, posibilita la visibilidad y la lucha política, pero a su vez representa graves peligros para aquellos que se atreven a salir del clóset. Con el reconocimiento del deseo homosexual no sólo ha nacido un nuevo personaje, el homosexual (Foucault, 1993), sino la posibilidad de reconocer otras formas de amar. Otro de los importantes aportes es cómo se ubica este deseo en la triada sexo-género-sexualidad; la ruptura que implica la naturalizada correlación entre estos tres elementos. La conformación de las identidades de género y las identidades sexuales se han construido de tal forma que se establece una coherencia y continuidad entre sexo, género, práctica sexual y deseo (Butler, 2001). Ante ello, se da por hecho que la persona que tenga un cuerpo de hombre debe ser masculino y, por ende, heterosexual; la hembra por tener vagina, se define como mujer y se espera que sea femenina y por supuesto heterosexual. Las prácticas reguladoras pretenden generar identidades coherentes, y con ello, según Butler, se está produciendo la heterosexualización del deseo, pero dicha heterosexualización requiere e instituye la producción de oposiciones discretas y asimétricas entre femenino y masculino. Judith Butler también señala que la heterosexualidad institucional da coherencia o unidad interna a cualquier género; requiere y reglamenta al género como una relación binaria mediante las prácticas del deseo heterosexual, por ello señala al género como performativo, porque constituye la identidad que se supone que es. Plantea que lo que consideramos una esencia interna del género se fabrica mediante un conjunto sostenido de actos postulados por medio de la estilización del cuerpo basado en el género, por lo que considera que el travestismo constituye la forma mundana en que los géneros son apropiados, teatralizados, usados y realizados, entonces, para ella todo género es un tipo de personificación y aproximación. Para Butler no es que el travestismo sea un “papel” que pueda ser adoptado o abandonado a voluntad, sino que requiere de una cierta imitación de género que ya esté puesta en práctica con anterioridad. En el caso del transexualismo, podríamos pensar que éste no representa una amenaza para las categorías que articulan las diferencias de sexo, de género y de preferencia sexual, es decir, el o la transexual no atenta contra las categorías identitarias hombre/mujer, masculino/femenino, heterosexual/homosexual porque finalmente las asume, lo que sin duda cuestiona es la naturalización que establece una línea directa entre el sexo biológico, la identidad de género y la orientación sexual. La bisexualidad, por su parte, también ha contribuido a cuestionar la noción de pareja como monogámica, el significado del matrimonio, el significado de la sexualidad reproductiva y también cuestiones éticas en relación con el secreto de las prácticas bisexuales. La bisexualidad ha evidenciado el asunto de la violencia; violencia estructural que estigmatiza y discrimina, plantea diversos retos al cuestionar la naturalidad de la masculinidad y la relación de ésta con la heterosexualidad, nos hace preguntarnos sobre los hombres, sobre la identidad sexual y de género, sobre sus prácticas sexuales y sobre el modelo de la masculinidad dominante. La identidad, sexualidad y estilo de vida de mujeres lesbianas y hombres gay también han confrontado al sistema sexual dominante, e incluso se ha llegado a comentar que han marcado nuevas tendencias de vínculo social; la decisión de establecer o no pareja y considerarse una persona realizada en todos los sentidos, establecer una pareja sin el contrato matrimonial, una pretendida mayor equidad entre sus integrantes, reivindicación del deseo y placer sexual, la satisfacción y gusto por estar juntos que constituyen la base de su unión, la decisión de vivir o no bajo el mismo techo, de ser sexualmente exclusivos o de abrirse a otras posibilidades, de construir lazos sociales fuertes que les permiten conformar nuevas familias fuera de las familias, todos estos aspectos hacen que se puedan establecer formas creativas de relación, innovadoras al modelo heterosexual tradicional. Particularmente, en el caso de la sexualidad e identidad gay masculina, ha sido identificado, retomado y cuestionado el alcance de la categoría activo/pasivo y la importancia de los roles sexuales penetrador y penetrado, sin embargo este debate no está resuelto. Muy seguramente estos roles no dan cuenta de las complejas experiencias homoeróticas, pero no se trata de reducir esta categoría a un acto sexual genital, a simplificar que el activo-penetrador es el masculino que se asume como heterosexual, y el femenino pasivo-penetrado como homosexual; se debe analizar su parte ideológica. Pierre Bourdieu (2000) interpreta esta dicotomía actividad/pasividad como el principio estructural de la dominación masculina sobre las mujeres, y por extensión, de los heterosexuales sobre los homosexuales, dado que el rol “pasivo”, real o supuesto, se sigue considerando degradante; la penetración simbólicamente es considerada una forma de dominación, por ello, lo que está en juego es la jerarquización y la dominación de lo masculino sobre lo femenino. Han sido comentadas las reacciones y propuestas de algunos homosexuales que reivindican el papel de la pasividad en el acto sexual, y resignifican este concepto al plantear la actividad de la pasividad. Sin embargo, como lo señalé anteriormente, aún permanece vigente esta categoría, no exclusivamente en los homosexuales, sino también en los heterosexuales, no exclusivamente en la práctica sexual, sino también en la subjetividad masculina y la práctica social. En el plano de lo simbólico, la relación de la masculinidad con la pasividad sigue representando un campo problemático, particularmente en la masculinidad heterosexual. No es poco frecuente escuchar a hombres heterosexuales decir que, si bien pueden respetar a las personas de otras preferencias sexuales, sólo piden ser respetados, principalmente por los hombres gay. Con relación a este caso, Leo Bersani (1998) trae al análisis la reacción del varón heterosexual en la posición de la pasividad: “el miedo del hombre a ser ‘mirado’”. Este autor nos señala que el hombre heterosexual se siente fuertemente amenazado al ser, real o imaginariamente, objeto de deseo del hombre gay; describe el sentimiento de un heterosexual en una situación de cercanía con un hombre gay, y nos dice: “el potencial atacante gay se convierte en el intruso masculino en la privacidad femenina, y el hombre heterosexual, al imaginarse deseado sexualmente por otro hombre se metamorfosea en la mujer ofendida, acosada e incluso violada”. Este pasaje muestra con claridad la naturalización del privilegio masculino de tener el derecho de mirar como objeto de deseo a la mujer, y la terrible incomodidad que le genera ocupar el lugar de pasividad y de ser objeto de deseo de otros. Si bien he señalado hasta este momento algunos de los aspectos que desde lo teórico han constituido importantes aportes al diálogo y a la comprensión entre los campos de los estudio de género y de la sexualidad, algunos otros representan situaciones complejas y ambivalentes, porque no sólo se confronta a un orden sexual establecido sino que en la práctica cotidiana, en las acciones concretas, también se reproducen las formas de asimetría, discriminación y segregación por las mismas personas que las padecen. Ninguna realidad es uniforme, coherente y estática, por el contrario, presenta múltiples formas y siempre es un riesgo pretender hacer una generalización; el caso de la homosexualidad masculina es un claro ejemplo de ello. Al parecer, particularmente la homosexualidad masculina es más castigada, provoca rupturas y es problemática en el orden social patriarcal. El lesbianismo hasta hace poco permanecía no sólo en el silencio sino en la invisibilidad y negación absoluta; hasta la fecha algunos hombres se preguntan qué hacen dos mujeres en la cama, restándole importancia a tal hecho, pensando que lo que necesitan estas mujeres es un buen macho. La homosexualidad masculina por el contrario, más señalada, vigilada y sancionada, se ubica quizá en el lugar más degradante de la escala social, ocupa un lugar más devaluado que las mujeres, representa a los traidores del patriarcado. Sabemos que la heterosexualidad es un requisito indispensable de la masculinidad dominante (Seidler, 1995), que representa la garantía de ser considerado un “verdadero” hombre, por lo tanto, los hombres homosexuales no dejan de ser hombres, sino que representan una masculinidad que para algunos autores es considerada “subordinada” y, por ende, marginada; una masculinidad asociada a la feminidad. La percepción social que se tiene de la homosexualidad masculina, así como su práctica, es también diversa y compleja. Tanto se tiene y expresa un prejuicio hacia los hombres homosexuales cuando se les señala como promiscuos, pervertidos, que seducen constante y permanentemente a otros hombres y niños, como cuando se les señala de sensibles al arte, al buen gusto, amigables, humanos, divertidos, solidarios con las mujeres. La masculinidad en el caso de los hombres gay también integra muchos de los elementos del modelo hegemónico; a pesar de ser considerada una masculinidad subordinada, de igual forma reproduce muchos de los mandatos de la masculinidad dominante al contribuir a la fuerte discriminación, fragmentación, misoginia y homofobia que es dirigida hacia otros hombres y hacia otras mujeres. Los hombres gay también han aprendido a valorar la virilidad, la fuerza, los cuerpos musculosos, hipermasculinos, hay un culto particular por el cuidado del cuerpo, la forma de vestir, los viajes, el nivel de información en diversos campos del arte, la literatura o la política, pero también existe el desprecio hacia los hombres afeminados o femeninos, existe una fuerte discriminación en torno a cuestiones de atractivo físico, de edad o de posición económica, es decir, hay exclusión y rechazo hacía aquellos que no mantienen la imagen dominante de la masculinidad o determinadas características valoradas en el estilo de vida gay. Sin embargo, los hombres gay han constituido un enigma para los hombres heterosexuales, particularmente con relación a la identidad. Parece evidente que en la mirada exterior sobre los homosexuales hay siempre la idea de que un gay es necesariamente un hombre que renuncia a su virilidad al aceptar o estar siempre en disposición de aceptar el rol “pasivo” en el acto sexual (Eribon, 2001), socialmente prevalece la percepción de asimilar al homosexual con la feminidad, con la pasividad. A los hombres heterosexuales les genera una verdadera incomprensión el hecho de que algunos homosexuales asuman una identidad femenina y adopten la apariencia y estilo de vida de las mujeres. David Halperin (2000) en su interesante artículo “¿Hay una historia de la sexualidad?” cita la preocupación de un moralista de la época antigua sobre “el deseo del varón de ser sexualmente penetrado por varones, porque tal deseo representa un abandono voluntario de la identidad masculina culturalmente construida en favor de la femenina”. Parecerá extraño, pero aún en la actualidad algunos hombres se preguntan lo mismo, como fue el caso de un entrevistado, al cual otro le dio la siguiente respuesta: “Bueno, es que ya son algunos casos, dentro de la homosexualidad, patológicos, de pretenderse mujer”. Pero no todos los homosexuales se asemejan al modelo femenino, en su gran mayoría muchos hombres gay valoran la hombría, la virilidad y la fuerza en ellos mismos y sus congéneres. La homofobia y misoginia en los gays hace que muchos de ellos no sólo rechacen la feminidad y el afeminamiento en los varones, sino que violenten y discriminen a quienes se denominan “las locas”. Leo Bersani (1998) da cuenta de ello y nos dice: “En sus deseos, el varón gay siempre se aventura a identificarse con imágenes culturalmente dominantes de la masculinidad misógina”. Entiendo, en este sentido, que el hombre gay ha subvertido la masculinidad ortodoxa para convertirla en su propio modelo de identidad, y con ello constatar que se puede ser tan hombre y viril como el heterosexual, así, la moda del hombre gay desde los años 60 e incluso hasta los 80, particularmente en los países occidentales, tomó la actitud del macho: motociclistas, soldados, trabajadores de la construcción, constituyéndose en íconos que transformaron los símbolos de la masculinidad heterosexual a un cierto modelo de la masculinidad gay, desechando su connotación agresiva y representando fetiches del deseo homosexual. No es difícil identificar en México la tendencia de muchos homosexuales por el gusto y atracción del conocido personaje del “chacal”, hombre rudo, de aspecto varonil y heterosexual, que encarna la hombría y la sexualidad desbordada; no se espera que sea de clase media o alta, o que vista Gucci o Armani, al contrario, no se espera de él ningún tipo de refinamiento o afeminamiento, claro está que tampoco representa una opción de pareja en el estilo de vida gay, simplemente se convierte en objeto sexual deseado que se vuelve desechable una vez que ha sido usado. Más allá de la llamada androginia o de la tan popular y nueva denominación de “metrosexual”, referida para los hombres heterosexuales, el hombre gay en nuestra sociedad sigue valorando y adorando la imagen del hombre varonil, más allá de que ésta sólo sea una burda actuación y mala representación de los símbolos asociados a la hombría. En un rápido vistazo a los anuncios en internet o en revistas de contactos homosexuales se puede observar una mayor preferencia por aquellos candidatos que reúnen los atributos de la masculinidad dominante. Leo Bersani (ídem) nos señala que “una simpatía más o menos secreta por la misoginia heterosexual masculina, trae aparejada la recompensa narcisísticamente gratificante de confirmar nuestra pertenencia a (y no simplemente nuestro apetito erótico por) la sociedad masculina privilegiada”, es la misoginia inherente a la homofobia. Con esto retomo otro de los puntos centrales con que ha contribuido el movimiento lésbico-gay a los estudios de género: evidenciar y demandar la homofobia existente en nuestra sociedad, que ha sido ejercida principalmente sobre las personas no heterosexuales. Ha sido bien documentado que la homofobia es una expresión de las relaciones de poder de un orden social patriarcal; que con base en un orden sexual se asignan lugares específicos en la jerarquía social a partir de la preferencia sexual de las personas. Pero la homofobia no es un sentimiento exclusivo de las personas heterosexuales con respecto a los homosexuales, también se encuentra en las personas homosexuales; y tampoco se limita al ser o al hacer de los varones homosexuales, si bien éstos simbolizan la transgresión a la norma heterosexual y en ellos recae directamente la discriminación por la transgresión a la norma, también es cierto que la homofobia implica una constante vigilancia de hombres y mujeres heterosexuales sobre sí mismos y sus acciones para evitar que se ponga en duda su heterosexualidad. En este sentido, la homofobia en un mecanismo para la reproducción de la visión dicotómica masculino/femenino, para una reproducción de las categorías “hombre”, “mujer” (Butler, 2001). Los varones son sancionados si sus acciones se perciben como infantiles, suaves, femeninas, delicadas, y hasta se consideran raros los gentiles, pacifistas, ecologistas u hombres con falta de coraje (Connell, 2003). En este sentido, la homofobia no es simplemente un síntoma que reproducen los homosexuales, sino un sistema. La homofobia es el resultado de la transgresión real o simbólica de los roles de género, dado que entre lo que se percibe como masculino y lo que se percibe como femenino hay una jerarquía implícita, y una asimilación que une a los hombres con la masculinidad-virilidad, y ésta con la heterosexualidad. La conformación del género, particularmente la masculinidad dominante, en su vínculo con la sexualidad da cuenta de la operatividad de un instrumento muy eficaz del patriarcado: la homofobia, que determina ciertos márgenes de acción para las personas, lo que en sí mismo implica no sólo un ejercicio de poder sino también un acto de violencia hacia quienes no se ajustan a ella. A modo de conclusión El género es social y lo social es relacional, hombres y mujeres somos producto de las relaciones sociales, no sólo somos producto del sexismo sino ambos somos sexismo corporeizado (Izquierdo, 1998), pero además participamos en la reproducción del patriarcado independientemente de la orientación sexual de las personas. El poder y la homofobia han sido mayormente abordados en el caso de la masculinidad, sin embargo, se ha dejando de lado el papel que jugamos hombres y mujeres no heterosexuales y heterosexuales en la reproducción y mantenimiento del sistema de dominación masculina. El avance en el conocimiento de la sexualidad, así como las importantes contribuciones que desde la diversidad sexual se han generado, han contribuido no sólo al desarrollo teórico en estos campos sino también a la lucha y movilización de diversos grupos o minorías sexuales. Cambio que se observa en el caso del movimiento lésbico/gay que está pasando de ser un movimiento discriminado, silenciado, estigmatizado, aberrante, a ser un interlocutor político y académico, que tiene derechos, que se nombra, que tiene posibilidades de mostrar la diversidad, la diversidad identitaria, la diversidad de prácticas sexuales y formas de vida. Analicemos y cuestionemos la propuesta que Michel Foucault hace al pensar al “modo de vida gay” y a la “cultura gay” como propuestas creativas, innovadoras de nuevas formas de relación de los individuos, pero incluyamos también a otros actores que están transformando con su propio hacer cotidiano las relaciones destructivas, violentas y asimétricas para, efectivamente, encontrar e inventar nuevos modos de vida y nuevas formas de relación entre los individuos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario